Uno de los problemas más profundos que enfrenta la sociedad uruguaya es su incapacidad para lidiar con los excesos. Nuestros usos y costumbres crujen cuando los jóvenes toman los lugares por asalto, como ocurría en La Paloma y como ocurre ahora en Punta del Diablo. Lo del carnaval de La Pedrera (un balneario de seis manzanas que esperaba la llegada de veinte mil personas ante la preocupación de las autoridades) es un caso igualmente paradigmático.
Reunirse en la playa para conversar y jugar al fútbol es una práctica estimulante y gratificante, tanto para quienes la practican como para la sociedad, que ve cómo un conjunto de jóvenes disfruta de sus vacaciones. Hacerlo en medio de una bacanal de cerveza a las cinco de la tarde termina, indefectiblemente, sometiendo a quienes no lo desean a la violencia del griterío, los insultos y los pelotazos. Entre la represión autoritaria, que censuraba cualquier disfrute para herir a la libertad en su simiente, y la tiranía de los jóvenes alcoholizados, hay un mar de posibilidades de convivencia. Entre la censura de toda irreverencia juvenil y la compinchería irresponsable con cualquier cosa que hagan los jóvenes, otro tanto. El problema es que la sociedad uruguaya, demasiado prisionera de estas pendulaciones dialécticas, aún no lo ha sabido resolver.
No estamos ante hechos anecdóticos y aislados sino ante emergentes de las tareas que tiene pendiente nuestra democracia. No para cambiarlo por la paz de los sepulcros ni el verdugueo policial, sino para avanzar en una cultura cívica basada en la libertad, el disfrute y el respeto al prójimo.