viernes, 24 de febrero de 2012

Desbunde

Cybertario
Todas las columnas de Gerardo Sotelo.
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Uno de los problemas más profundos que enfrenta la sociedad uruguaya es su incapacidad para lidiar con los excesos. Nuestros usos y costumbres crujen cuando los jóvenes toman los lugares por asalto, como ocurría en La Paloma y como ocurre ahora en Punta del Diablo. Lo del carnaval de La Pedrera (un balneario de seis manzanas que esperaba la llegada de veinte mil personas ante la preocupación de las autoridades) es un caso igualmente paradigmático.
La normalidad con la que se acepta el consumo de alcohol en la calle y los espacios públicos, en estos balnearios y en todas las ciudades del país, es verdaderamente alarmante. El consumo abusivo de alcohol suele generar desinhibición y exponer a las personas a conductas de riesgo. Las anécdotas de los adultos que pretenden pasar sus vacaciones allí donde recalan estos jóvenes, son ilustrativas. Dormir, hacer el amor, orinar, defecar, vomitar, cantar hasta el amanecer el plena vía pública, no sería un problema si los afectados fueran todos voluntarios. Tratándose de sociedades complejas y diversas, como son las que hacen funcionar los balnearios y el turismo en Uruguay, sería razonable que los legisladores y vigilantes velaran por los derechos de toda la comunidad. Y aquí aparece el problema en toda su dimensión.
A pesar de que pronto vamos a cumplir treinta años de democracia, los uruguayos no pudimos encontrar un punto de equilibrio entre el autoritarismo y el desenfreno, entre el silencio impuesto por los represores y la represión de aquellas conductas que violentan derechos ajenos. En los países más desarrollados del mundo, donde la democracia avanzó hasta el terreno de la convivencia cotidiana, hay conductas que están prohibidas en público. Como son sociedades adultas, aceptaron hace tiempo que no hay derechos reales sin límites. Son las instituciones públicas las responsables de elaborar los instrumentos que los consagren.
Reunirse en la playa para conversar y jugar al fútbol es una práctica estimulante y gratificante, tanto para quienes la practican como para la sociedad, que ve cómo un conjunto de jóvenes disfruta de sus vacaciones. Hacerlo en medio de una bacanal de cerveza a las cinco de la tarde termina, indefectiblemente, sometiendo a quienes no lo desean a la violencia del griterío, los insultos y los pelotazos. Entre la represión autoritaria, que censuraba cualquier disfrute para herir a la libertad en su simiente, y la tiranía de los jóvenes alcoholizados, hay un mar de posibilidades de convivencia. Entre la censura de toda irreverencia juvenil y la compinchería irresponsable con cualquier cosa que hagan los jóvenes, otro tanto. El problema es que la sociedad uruguaya, demasiado prisionera de estas pendulaciones dialécticas, aún no lo ha sabido resolver.
No estamos ante hechos anecdóticos y aislados sino ante emergentes de las tareas que tiene pendiente nuestra democracia. No para cambiarlo por la paz de los sepulcros ni el verdugueo policial, sino para avanzar en una cultura cívica basada en la libertad, el disfrute y el respeto al prójimo.