Esta mañana, una mañana calurosa de febrero, temprana de mormaso y soleada desde las cigarras de las 11, recordé a mi padre.
Era una de esas mañanas que hacen interminable a febrero, pese a los carnavales y sus alegrías en la tardecita y la noche.
Para la gente más pobre de nuestro pueblo, por acá en la ciudad de Rocha, los veranos siempre fueron más crueles que los inviernos fríos. Interminables de tan poco trabajo, los veranos eran apenas la playa del Paso Real y la Playa de los pobres en La Estiva.
Mi familia, toda de gente pobre y trabajadora, siempre tuvo a sus mayores y a nuestros padres fuera de las casas y eso hacía más largo y triste, perezoso y sofocante de trasparentes y rincones frescos, a los veranos infantiles.
Nuestros padres se iban a trabajar por el día, por changas o en el mejor de los casos, por una quincena a los veranos de Punta del Este y el rebusque de otros desbordes del verano en Maldonado o San Carlos.
Cuando venían en la noche o al cabo de la semana o los días de trabajo, venían con una o dos cajas de conservas de durazno,galletas dulces, arroz soplado,la carne más tierna que nos hubiéramos podido imaginar.
Turismo era una palabra mágica que, de tan inmensa de promesas, cualquiera de sus pequeñas magias o milagros se representaba más inmensa a nuestras espectativas de niños.
Yo era uno de esos niños que se asomaba a la vereda de la casa para adelantarme a las alegrías de abrir las cajas o el bolso grande.
Antes de abrazar a mi padre, sujetaba alguna caja desde la piola ceñida al cartón, incluso antes de tomar con fuerza el dedo índice, grueso y calloso de mi padre.
En toda la ciudad de Rocha era así.
Algunos no tuvieron la dicha de seguir reunidos al fin del día o de la semana, porque primero se fue uno y luego el otro, hasta desparramar la familia en los barrios pobres de Maldonado y San Carlos.
Más agradecido que nunca con mi padre, esta mañana de febrero me acordé más que nunca de sus sacrificios.
El fue quien me llevó un día a ver "el puente sin terminar".
Signo inequívoco de la avaricia de los pocos de siempre.
Señal penosa de la desidia de los gobernantes para unos pocos.
Bandera de rendición de los cobardes del siglo XX.
Todos nos gobernaron y empobrecieron.
Por eso, esta mañana me acordé más que nunca de mi padre.
Me imaginé su alegría, si viviera, para poder trabajar cerca.
Me imaginé su mano golpeando la mesa, rotunda su alegría.
Me imaginé su caricia en la cabeza de sus hijos, soñando con más trabajo honorable.
Y creo que no me equivoco si imagino el aplauso para El Pepe y para El Chueco porque nos permiten soñar, construir y dar certezas con
ponderación y arrojo.
Porque el puente se hace, Papá.
Mario Barceló.
Era una de esas mañanas que hacen interminable a febrero, pese a los carnavales y sus alegrías en la tardecita y la noche.
Para la gente más pobre de nuestro pueblo, por acá en la ciudad de Rocha, los veranos siempre fueron más crueles que los inviernos fríos. Interminables de tan poco trabajo, los veranos eran apenas la playa del Paso Real y la Playa de los pobres en La Estiva.
Mi familia, toda de gente pobre y trabajadora, siempre tuvo a sus mayores y a nuestros padres fuera de las casas y eso hacía más largo y triste, perezoso y sofocante de trasparentes y rincones frescos, a los veranos infantiles.
Nuestros padres se iban a trabajar por el día, por changas o en el mejor de los casos, por una quincena a los veranos de Punta del Este y el rebusque de otros desbordes del verano en Maldonado o San Carlos.
Cuando venían en la noche o al cabo de la semana o los días de trabajo, venían con una o dos cajas de conservas de durazno,galletas dulces, arroz soplado,la carne más tierna que nos hubiéramos podido imaginar.
Turismo era una palabra mágica que, de tan inmensa de promesas, cualquiera de sus pequeñas magias o milagros se representaba más inmensa a nuestras espectativas de niños.
Yo era uno de esos niños que se asomaba a la vereda de la casa para adelantarme a las alegrías de abrir las cajas o el bolso grande.
Antes de abrazar a mi padre, sujetaba alguna caja desde la piola ceñida al cartón, incluso antes de tomar con fuerza el dedo índice, grueso y calloso de mi padre.
En toda la ciudad de Rocha era así.
Algunos no tuvieron la dicha de seguir reunidos al fin del día o de la semana, porque primero se fue uno y luego el otro, hasta desparramar la familia en los barrios pobres de Maldonado y San Carlos.
Más agradecido que nunca con mi padre, esta mañana de febrero me acordé más que nunca de sus sacrificios.
El fue quien me llevó un día a ver "el puente sin terminar".
Signo inequívoco de la avaricia de los pocos de siempre.
Señal penosa de la desidia de los gobernantes para unos pocos.
Bandera de rendición de los cobardes del siglo XX.
Todos nos gobernaron y empobrecieron.
Por eso, esta mañana me acordé más que nunca de mi padre.
Me imaginé su alegría, si viviera, para poder trabajar cerca.
Me imaginé su mano golpeando la mesa, rotunda su alegría.
Me imaginé su caricia en la cabeza de sus hijos, soñando con más trabajo honorable.
Y creo que no me equivoco si imagino el aplauso para El Pepe y para El Chueco porque nos permiten soñar, construir y dar certezas con
ponderación y arrojo.
Porque el puente se hace, Papá.
Mario Barceló.