Cada 11 de abril y cada vez más a manera de homenaje, grupos nativistas y gentes de todas partes acampan en Salsipuedes y ofrendan flores a las aguas donde fueron arrojados los charrúas artiguistas caídos allí en 1831. Por la dignidad de un pueblo aborigen que nos pertenece, por el rescate de nuestra cultura ancestral: adelante con esa idea de llevar a Vaimaca a su descanso en paz. “Nada podemos esperar sino de nosotros mismos”. Dijo José G. Artigas, llamado en charrúa “Karai-Guazú” (Gran Cacique o Profeta).
Los charrúas no eran salvajes ni eran indios; eran aborígenes y libres. Naturales del lugar que les fue robado por los colonizadores europeos, luego “molestados” por su presencia que no conocía alambrados o tranqueras en su modo de vida comunitaria de caza, pesca y recolección. Los terratenientes ilegalmente apoderados de cientos de miles de valiosísimas hectáreas de campos, amparados por los criollos vende patria, dispusieron la desaparición de los charrúas de aquellas tierras mal habidas y la encargaron al general Fructuoso Rivera; este sí, un salvaje y sanguinario “Judas” de nuestra historia; el exterminio de esa estirpe de valientes fundadores de la patria sin galones ni grados militares. El traidor, pasado al bando opresor, seguramente para salvar el pellejo, el que alentaba a dar muerte a Artigas, el fundador del partido colorado, que por esto nació deshonrado, fue el mismo que engañó a los charrúas con promesas de mejorías y los emboscó desarmados a orillas del Salsipuedes matándolos, regalando a sus familias mujeres y niñas sobrevivientes para servicios sexuales y a los muchachos como peones sin sueldo con condición de hacerles olvidar sus orígenes. Hoy intentan contarnos otras versiones y ensayan disculpas. Siempre nos quieren aniquilar el recuerdo. Rememorar es peligroso para los aprovechadores de todos los tiempos, es subversivo y también porfiado. Es que si no cultivamos la memoria, podemos permitir por omisión otros genocidios.Dice el maestro Gonzalo Abella: “Ser charrúa en el siglo XIX no era una determinación genética: era una opción cultural. Desde siempre había raíces diversas convergentes, ahora, desde el siglo XVII, había además sangre africana y europea en las aldeas charrúas. Las comunidades charrúas no se esfumaron en el aire: coexistieron con Montevideo colonial, participaron en la gesta artiguista, sobrevivieron a la ocupación portuguesa, apoyaron a los Treinta y Tres… Fue el Estado hecho a medida de los terratenientes el que comenzó a dispersarlas. La amarga exclusión del Estado Liberal de 1830 sólo trae represión para gauchos y para charrúas.
Hoy los descendientes más memoriosos de aquellas comunidades viven en el mundo rural, y conservan hábitos de vida, prácticas productivas artesanales, prácticas curativas yuyeras y valores que provienen directamente de aquella cultura. Lo mejor de la cultura charrúa, de su legado de amor a la tierra, de conocimiento del paisaje, de sabiduría ancestral, de conocimiento yuyero, de ética inclaudicable, de solidaridad humana, se transfirió al mundo gaucho. Las asociaciones nativistas tradicionalistas, en tanto herederas del espíritu gauchesco, son hijas mestizas del charrúa, son sus descendientes culturales. Sienten de a caballo, como en el siglo XIX, esa hermandad multicultural que anduvo peregrina por la tierra charrúa cuando tuvimos ‘un amanecer de medialunas’. Por eso ellas tomaron la iniciativa de llevar los restos de Vaimaca Perú a donde deben estar, al Arerunguá nativo. Pero las asociaciones nativistas no tienen ninguna exclusividad. Todos los excluidos de hoy son hijos sociales de los charrúas. Y son descendientes espirituales de los charrúas todos los muchachos y las muchachas que buscan el monte nativo y el paisaje serrano para hallarse a sí mismos hallando las raíces de nuestra identidad”.