De las experiencias realizadas entre 2005 y
2010 podríamos sintetizar lo siguiente:
1. Un crecimiento sostenido del número de organizaciones
sociales de la producción agropecuaria familiar (y de asalariados rurales) en
todo el país.
2. La conformación de nuevos elencos directivos de las
organizaciones vinculadas a los sectores más sumergidos del medio rural y de
equipos técnicos interdisciplinarios.
3. El ensayo de mecanismos de gestión de los recursos, con
control y evaluación por parte de los beneficiarios directos.
4. Una amplia difusión de herramientas de apoyo a los
sectores populares rurales y el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca
(MGAP), promoviendo la participación directa de esos sectores en la gestión de
dichas herramientas, con éxito dispar según la aptitud y convicción de los
funcionarios ministeriales “facilitadores” y la capacidad de las
organizaciones.
5. Aprobación de la Ley de Descentralización de la
Institucionalidad Pública Agropecuaria, que rápidamente reflejó limitaciones
estructurales, ya que la participación social prescripta refería exclusivamente
a la instrumentación de las políticas agropecuarias.
Más allá de esos elementos, los resultados de estas
políticas no están demasiado claros. Un informe reciente de la Oficina de
Planeamiento y Políticas Agropecuarias (OPYPA) del MGAP, firmado por su ex
director Carlos Paolino, analiza los datos sobre reducción de la pobreza e
indigencia rural en el período 2006-2011.
Allí se indica que la pobreza (en número de personas) en las
zonas rurales ha pasado de 23,5% en 2006 a 6% en 2011, una reducción
significativamente superior a la verificada en Montevideo (donde pasó de 34% a
16%).
Es decir, la pobreza tiende a caer más en las zonas rurales
y en poblaciones menores de 5.000 habitantes que en el resto del país. Además,
los primeros datos del Censo General Agropecuario 2011 denotan un agravamiento
de la desaparición de unidades de producción familiar, y la concentración y
extranjerización de la propiedad de la tierra y del capital agropecuario y
agroindustrial. Estos resultados, que parecen paradójicos, deberían servir para
analizar las políticas de desarrollo rural aplicadas en estos años y que parecen
reiniciarse a partir del ya citado llamado de la DGDR.
El MGAP lanzó su principal proyecto vinculado al desarrollo
rural mediante el reciente llamado a proyectos de la DGDR. En este escenario,
la agricultura familiar sólo puede desarrollarse si recupera posiciones en la
economía agropecuaria nacional, y particularmente, en el mercado de productos
en el cual está inserta. Esa búsqueda del “espacio económico” de la agricultura
familiar debiera ser la preocupación central de una política agraria centrada
en el desarrollo de la producción familiar y la búsqueda de mayores niveles de
justicia social. Sin esa condición previa de un espacio económico cierto para
la producción familiar, las políticas de fomento y extensión rural seguirán
siendo, como hasta ahora, un mero despilfarro de recursos públicos.
No se trata de reivindicar una transformación de las
estructuras agrarias debido a fenómenos de estancamiento de la economía
agropecuaria (que ya no existe), sino por la voluntad de vastos sectores por
recrear un modelo de desarrollo rural más equitativo. Porque hoy, como siempre,
ninguna “tendencia” social o histórica puede ser utilizada para eludir nuestra
responsabilidad (individual y colectiva) en la imaginación, el diseño y la
concreción de nuestros propios destinos.
Es importante que las organizaciones que consideran
necesario un modelo de desarrollo rural basado en la hegemonía de la producción
agropecuaria familiar, afincada en la tierra y generando nuevas relaciones de
cooperación integral, comiencen a discutir y elaborar propuestas para lograr,
aprovechando las políticas de desarrollo rural vigentes, una agricultura
familiar capaz de competir y disputar con las alternativas del neoliberalismo
en el campo agropecuario (los agronegocios) y del neodesarrollismo
socialdemócrata (agronegocios más políticas compensatorias).
Es necesario construir un nuevo consenso político y social
que le permita a la agricultura familiar ganar terreno en un sector clave para
cualquier construcción de hegemonía en Uruguay: las clases medias urbanas.
La población rural, por sí sola, no tiene la fuerza
suficiente como para incidir de forma gravitante en el diseño, ni siquiera de
las propias políticas agropecuarias que directamente la comprenden.
Por eso, hay que apostar a una inteligente articulación con
sectores sociales urbanos interesados en un modelo de desarrollo rural
alternativo y, como creemos que la economía es el principio y el sustento de
toda alianza social, los trabajadores y las clases medias -los “consumidoras de
alimentos” por excelencia-, que son claves para esa articulación con la
agricultura familiar. Es justamente mediante estos Proyectos de Fortalecimiento
Institucional que se podría impulsar experiencias de trato directo entre
organizaciones de productores y de consumidores, ampliando esa alianza social
al plano político e ideológico, como forma de disputar poder en el campo
agrario.
Carlos Brasesco